Dominicanas, Dominicanos,

Compatriotas todos:

El hombre que hoy desciende a los sepulcros, ante la mirada conmovida de sus conciudadanos, asciende a las más altas cumbres que la patria agradecida reserva a sus hijos ejemplares y a sus adalides más esclarecidos.

Héroe civil, estuvo presente en todas las circunstancias de significación histórica a lo largo de más de setenta años y se despide de nosotros, nonagenario y lúcido, después de conducirnos con mano maestra y firme a los albores del siglo XXI.

Inhumamos, contrita el alma y abatida la voluntad, al más fecundo y audaz de los próceres de la nación dominicana.

Desde la más temprana juventud, en los clamores de la lucha por la nacionalidad conculcada, este hombre singular y sin duda indescifrable, maestro de todos los secretos de la vida pública, sacrificó su intimidad en aras del servicio incondicional a la patria pobre y desamparada que buscaba la dignidad que sólo se alcanza con los derechos y los beneficios de la civilización.

Jamás en nuestra América, desde los días de Bolívar o de Juárez, de las hazañas bélicas de Sucre o de la brillantez alada de Martí, un caudillo supremo se olvidó de sí mismo para consagrarse sin límites a la causa de su pueblo, al que dedicó todos sus desvelos de visionario y consagró todas sus energías creadoras de artífice consumado.

Al ruedo colectivo, en una sociedad de caciques castrenses dominada por el aura inapelable y deslumbrante de las bayonetas, cuando daba sus primeros pasos en la tribuna, llegó con la clámide antigua de la erudición, del verbo y de las humanidades.

No estuvo armado más que de palabras. Su único sable fue el verbo. Fue, en rigor, un varón antiguo, que se había disciplinado en la lectura paciente y sagaz de los clásicos griegos y romanos y que, al llegar la oportunidad definitiva de ocupar el solio presidencial, estaba en condiciones de hechizar con los vuelos virtuosos de la palabra al cuartel levantisco que nos había sometido sin alternativas desde 1844.

Si ascendió siete veces las escalinatas del Capitolio, lo hizo siempre como tribuno, en un país acostumbrado desde sus orígenes a la ley primitiva de los más fuertes y al imperio absoluto de los bárbaros.

Balaguer, señores, es el más conspicuo de los dominicanos, comparable sólo al Duarte que amó hasta las últimas consecuencias, porque sembró la civilización donde antes imperaba la barbarie. Del 30 de mayo de 1961 al día luctuoso de este 17 de julio de 2002, el hombre a cuyos funerales asistimos embargados por un profundo dolor filial fue el instrumento de que se valió la Providencia para crear la democracia, organizar una sociedad moderna y echar los cimientos irrenunciables de la justicia.

La colectividad que el destino le encomendó en Navarrete, en los años remotos de 1906, era patriarcal, exangüe y atrasada, y la colectividad que nos lega a todos sus hijos, después de atravesar el cruento y convulsionado siglo XX, está en marcha decidida hacia el progreso, el bienestar y la equidad, sin que sea ya posible retroceso alguno ni amenacen ya los inveterados y antiguos peligros que mantuvieron en zozobra nuestra vida republicana.

          Prometió la paz y nos dio la paz. Prometió que segaría de raíz las injusticias y los privilegios y nos deja una sociedad en la que la igualdad de oportunidades es cada vez más creciente después que él ofrendara su vida a la olvidada suerte de los humildes. Prometió la democracia y construyó la democracia.

          Este hombre único, este hombre irrepetible, este hombre privilegiado, que amaba como pocos el estudio en la intimidad solitaria de su biblioteca, alejado del mundanal ruido, y que dedicó a leer y escribir los años más feraces de su juventud, protagonizó durante más de cuarenta años una revolución radical, la silenciosa y pacífica revolución dominicana que nos sitúa en las puertas mismas de la modernidad. No por azar el revolucionario osado y valiente ha fallecido un 14 de julio, día en que todo el orbe conmemora la toma de la Bastilla y rinde homenaje a los revolucionarios parisinos que encabezaron la primera revolución contemporánea y quizá la única verdaderamente incuestionable.

          Fue un rayo de la política. En el escenario americano, Joaquín Balaguer, que hoy desciende como un prócer a los sepulcros, es el arquetipo incomparable del político. Nada del corazón humano le fue ajeno. Psicólogo innato, conoció los arcanos de la condición humana con su mirada de águila, aunque guardara siempre discreción y silencio. Armado de una paciencia y una cautela acaso sobrenaturales, atravesó todas las lides como un maestro de la acción y un auténtico príncipe del Estado.

          Estamos ante el primer orador de nuestros fastos republicanos, pero estamos también ante el primer estadista de nuestra historia. A la enormidad aplastante de su obra sólo pueden rendir tributo las lágrimas que hoy dejamos deslizar sobre su féretro y la admiración genuina que sólo desaparecerá con nuestras vidas. Fue un grande escritor, un eximio hombre de Estado, un conductor insobornable y un civilizador que la posteridad no olvidará nunca jamás.

          Como dijo devotamente una mujer adolorida, ante el lecho de un moribundo Alejandro Magno, el amor pesa más que la muerte. La muerte no es más que un tránsito, mientras el amor es la eternidad a la que aspiramos desde el barro pasajero todos los seres humanos.

          Joaquín Balaguer no ha muerto. Vive en el corazón de su pueblo. Vive y vivirá en el corazón de sus compatriotas. Será la memoria de los dominicanos la que lo mantendrá vivo, acompañándonos con su destreza insuperable en el fragor de las mil batallas de mañana.

          Para quienes tuvimos el privilegio de trabajar a su lado, Joaquín Balaguer fue un padre. Bondadoso, sapiente, oportuno, presto siempre al consejo precioso que brotaba de sus labios con la autoridad del genio, yo por mi parte recibí de él las más valiosas lecciones humanas y políticas, espirituales y prácticas.

          Aprendí, de ese excepcional ser humano que fue Joaquín Balaguer, que lo primero para cualquier de nosotros es la patria sagrada y el derecho inalienable de todos a una vida digna, próspera y justa. Todos estamos aquí, como dominicanas y dominicanos, para ascender moral y materialmente. Napoleón Bonaparte decía a sus millares de soldados que cada uno de ellos llevaba en su mochila el bastón de mariscal y yo le oí decir a Joaquín Balaguer que cada compatriota reformista merecía ascender hasta las más altas cúspides que le permitieran sus propios esfuerzos y sus propios méritos. Fuimos, somos y seremos un Partido sin injusticias ni privilegios, como lo definió al fundarlo Joaquín Balaguer, el príncipe a cuyos funerales asistimos hoy.

          Porque la historia es incesante y las tareas del progreso no concluyen en ninguna circunstancia, a nosotros nos congrega hoy la patria estremecida para que continuemos su obra imponderable. Al príncipe por excelencia, respetado y amado por su pueblo, hemos de responder con hechos, con resultados, con soluciones. Su memoria es un compromiso y no faltaremos a la palabra empeñada. Somos sus discípulos y marcharemos hacia adelante, construyendo los instrumentos de acción pública que cl futuro requiera de nosotros.

          Aquella raya que trazó la espada de Pizarro, y cuya metáfora desafiante él amaba entre las tantas metáforas de la épica americana, nos sitúa hoy entre el pasado y el porvenir. Como siempre, tenemos por delante los milenios.

          Lo haremos. Unidos alrededor de los más altos ideales ciudadanos, seremos capaces de soñar como él soñó y de realizar el sueño como él lo realizó. Los retos son tremendos. Ninguna dominicana, ningún dominicano, desde los más encumbrados hasta los más humildes, está autorizado a detenerse. La sombra paternal de Balaguer nos inspira hoy y nos inspirará mañana.

          El futuro es responsabilidad de todos. El futuro es responsabilidad de cada uno de nosotros. El futuro es nuestro, compatriotas.

          Más allá de las banderías de ocasión, protegidos por ese inmortal que es Joaquín Balaguer, hablaremos siempre el lenguaje de la sociedad, que es el lenguaje del porvenir y la garantía incuestionable de la civilización que nos hemos propuesto llevar a los más apartados rincones de la República.  Todas las dominicanas y todos los dominicanos están convocados a la magna marcha de la felicidad y la prosperidad nacional.  El siglo XXI es la tarea de hoy. Ninguno de nosotros renunciará a ella.   

          Duerme, duerme, adalid. Que la paz que nos entregaste con tu inteligencia superior y tu voluntad acerada te acompañe en los laberintos de la eternidad. Derrama tu luz, tu sabiduría y tu amor sobre nosotros. Y no permitas que vacilemos a la hora de trabajar en la fragua del destino dominicano. Que la tierra, esa madre dulce, te muestre sin más palabras el estallido de la estrella. Duerme, duerme, e inspira en nosotros el valor que no te abandonó jamás, escribiendo con el polvo peregrino del túmulo definitivo los nombres conmovidos de la inmortalidad.