Por: Federico Antún Batlle

La transparencia en la administración pública no se limita a la publicación de informes ni al cumplimiento formal de normas legales. Transparencia es, ante todo, administrar con eficiencia, con sentido de responsabilidad y con un compromiso real de proteger los recursos que pertenecen a toda la sociedad. Implica no permitir el despilfarro, el desfalco ni el mal uso de los bienes públicos, especialmente cuando estas prácticas provienen de subalternos que actúan amparados en la indiferencia o la complicidad de sus superiores. Administrar con eficiencia significa tomar decisiones oportunas, planificadas y orientadas al bien común. Cada peso del presupuesto público debe responder a una necesidad real y a un objetivo claro.

Cuando los recursos se dilapidan en gastos innecesarios, contratos sobrevaluados o proyectos mal concebidos, no solo se afecta la economía del Estado, sino que se debilita la confianza de la ciudadanía en las instituciones.

La eficiencia, por tanto, es un acto ético y una obligación moral de todo funcionario. El despilfarro y el desfalco no ocurren de manera espontánea. Son el resultado de sistemas de control débiles, de supervisión deficiente y, en muchos casos, de una cultura de tolerancia frente a la corrupción. Un administrador transparente no puede alegar desconocimiento de las acciones de sus subalternos. Dirigir implica supervisar, auditar, corregir y sancionar cuando sea necesario.

La falta de control equivale a una forma de negligencia que termina siendo tan dañina como la corrupción directa. El mal uso de los recursos públicos también se manifiesta en la asignación discrecional de fondos, el clientelismo y el uso político de los bienes del Estado. Estas prácticas distorsionan la función pública y convierten la administración en un instrumento de intereses particulares.

La transparencia exige reglas claras, procesos abiertos y criterios técnicos que garanticen igualdad de oportunidades y un uso racional de los recursos. Asimismo, la rendición de cuentas es un pilar fundamental de la transparencia.

Los funcionarios deben explicar cómo, por qué y para qué se utilizan los fondos públicos. Esta rendición no debe verse como una amenaza, sino como una oportunidad para fortalecer la institucionalidad y demostrar compromiso con la legalidad y la eficiencia.

Cuando la información es accesible y comprensible, la sociedad puede ejercer su rol de vigilancia y participación. En conclusión, la transparencia no es un discurso ni una consigna política, sino una práctica diaria basada en la eficiencia, el control y la responsabilidad.

Administrar bien es cuidar los recursos, prevenir el despilfarro y actuar con firmeza frente al desfalco y al mal uso cometido por subalternos. Solo así se construye un Estado creíble, fuerte y orientado verdaderamente al desarrollo y al bienestar colectivo.