
Por: Federico Antún Batlle
En toda sociedad, la autoridad constituye uno de los pilares fundamentales para la convivencia, el orden y la estabilidad institucional. Sin embargo, cuando la improvisación, el inmediatismo, la avaricia y la descomposición moral se normalizan como prácticas colectivas, comienzan a erosionarse los mecanismos básicos que sostienen la gobernabilidad.
El deterioro de la autoridad no ocurre de un momento a otro; es un proceso gradual que se inicia cuando los valores dejan de ser la guía y la ética se convierte en un accesorio prescindible.
La improvisación es uno de los males más frecuentes en las sociedades donde no existe visión a largo plazo. Gobernantes, instituciones y también ciudadanos actúan sin planificación, reaccionando únicamente ante las urgencias del momento. Esta ausencia de planificación crea un vacío de confianza en las autoridades, que pasan a ser percibidas como entidades incapaces de prever problemas y garantizar estabilidad. Una sociedad que improvisa está condenada a depender del azar y no del criterio, debilitando sus cimientos institucionales.
Por otro lado, el inmediatismo alimenta una cultura de resultados rápidos, aunque sean superficiales o insostenibles. Este fenómeno se observa tanto en la política como en el sector privado y la vida cotidiana. Las decisiones se toman buscando impactos inmediatos que generen aprobación o beneficios instantáneos, sacrificando la calidad y la permanencia de las soluciones.
Cuando la autoridad se rige por el inmediatismo, pierde su capacidad de dirigir procesos profundos y transformadores.
La ciudadanía, al ver esta conducta repetida, también adopta la idea de que lo urgente es más importante que lo correcto.
A la improvisación y el inmediatismo se suma la avaricia, quizá el más corrosivo de los factores. La avaricia coloca el interés personal por encima del bien común, y cuando esta práctica se normaliza, las instituciones dejan de servir a la sociedad para convertirse en herramientas de enriquecimiento o privilegio. La autoridad pierde legitimidad cuando sus líderes muestran más afán en acumular poder o recursos que en cumplir con sus funciones.
La avaricia provoca desigualdad, injusticia y resentimiento social, generando tensiones que, tarde o temprano, conducen a conflictos profundos.
Finalmente, la descomposición moral cierra el círculo del deterioro. Cuando las normas éticas se relativizan, cuando se justifica lo incorrecto y se premia al que actúa sin escrúpulos, la autoridad moral desaparece. Un liderazgo sin autoridad moral no puede exigir disciplina, respeto ni cumplimiento de leyes. Las sociedades donde la moral se debilita comienzan a convivir con la corrupción, la violencia, la impunidad y el irrespeto a la dignidad humana.
La combinación de estos cuatro elementos —improvisación, inmediatismo, avaricia y descomposición moral— conduce inevitablemente al colapso. Ninguna sociedad puede sostenerse sin un marco ético y sin una autoridad legítima que inspire confianza.
La reconstrucción comienza cuando se reconoce el problema y se inicia un proceso firme de recuperación de valores, planificación responsable, visión estratégica y fortalecimiento institucional. Solo así podrá evitarse que las grietas actuales se conviertan en un derrumbe irreversible.